Cronista: Jorge Rodríguez Peñaranda
Contado en 1978
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En mi casa, cuando era niño, mis padres y mis tías me hablaron muchas veces del ciclón de 1888. Los de su generación guardaban amargos recuerdos de los estragos causados por aquel huracán que afectó a toda la comarca sagüera y causó graves daños en la propia Sagua y también en la Isabela. Aquellos relatos databan por entonces de casi cincuenta años y la pesadilla de un ciclón era algo tan remoto que en Sagua se pensaba que jamás volvería a suceder algo similar. Y así, por no prestar temprana atención a los avisos del Observatorio del Colegio de Belén, la población de Sagua y de la Isabela fue tomada por sorpresa por el violento temporal que azotaba a toda nuestra zona en la madrugada de día 1ro de Septiembre de 1933.
Desde hacía días se había ido formando una de esas tormentas tropicales que son frecuentes en el Mar Caribe desde Junio hasta Noviembre. A pesar de la limitación de los medios de comunicación masiva de la época –cuando apenas se iniciaba la radio comercial y eran escasos los receptores en uso- la prensa diaria publicaba los boletines que emitían el P. Gutiérrez Lanza desde Belén y el ingeniero Millás desde su atalaya en la colina de la Cabaña.
La víspera del infausto día, los periódicos informaban que el ciclón se hallaba en las cercanías de las Islas Turcas y no representaba peligro inmediato para Cuba. Pero aquel meteoro, cual valeidosa damisela, súbitamente cambió su derrotero, inclinándose hacia el sudoeste. En la tarde del 31 de Agosto se recibieron en Sagua y en la Isabela avisos de inminente peligro emanados de los dos observatorios. “De mantener su rumbo actual-decían aquellos boletines-el ciclón podría afectar esta noche las costa norte de las provincias de Camagüey y Santa Clara”.
Recuerdo que mi padre, al regresar a casa aquella noche a las siete procedente de la Isabela, nos informó que Heriberto Manero que suministraba datos del tiempo como observador al Ing. Millás, había recibido un telegrama avisando sobre la creciente amenaza del huracán e igual había sucedido en el Colegio de los Jesuítas donde también se recibiera un mensaje urgente del Padre Gutiérrez Lanza. Mi padre, a la sazón administrador de la firma García Beltrán en la Isabela logró proteger aquella tarde dentro de la desembocadura del río una parte de la flota transportadora de azúcar –lanchas, patanas y remolcadores-salvándola así, como se vió después, de una segura destrucción. Pero en Sagua y en la Isabela pocos prestaron atención a aquellos conminatorios avisos. En Cayo Cristo muchas familias veraneantes hicieron caso omiso de la advertencia y sólo unos pocos regresaron a tierra firme aquella tarde.
El tiempo, por otra parte, estaba extrañamente tranquilo y bonancible en las horas tempranas de aquella noche de luna llena y nada presagiaba la inminencia del peligro. Pero a medida que nos fuimos adentrando en la noche, las condiciones del tiempo se fueron deteriorando dramaticamente. Cundió entonces el pánico y las autoridades organizaron con urgencia trenes de auxilio para evacuar hacia Sagua la población de la Isabela, que entonces contaba con unos 4 o 5 mil pobladores. En la mente de todos estaba muy presente la catástrofe provocada por el ciclón que había arrasado a Santa Cruz del Sur en Camagüey escasamente un año antes.
Por la madrugada, cuando por todas partes se escuchaba el insesante claveteo de los que así aseguraban puertas y ventanas, ya el huracán azotaba con furia a Sagua y la Isabela. Tan intensa era la fuerza del ciclón cuando lograron llegar a Sagua los últimos trenes de auxilio, consistentes en su totalidad de casillas de carga, que la mayoría de los evacuados tuvo que permanecer refugiada en la propia estación de ferrocarril y apenas unos pocos lograron aventurarse hasta el Hotel Telégrafo, a una cuadra de distancia. Otro grupo, más osado, logró refugiarse en el macizo edificio de la Parroquia. Ya no había fluído eléctrico y la furia de los elementos desencadenados se ensañaba con Sagua.
En nuestra casa de Carmen Ribalta volaron tempranamente las tejas del techo y comenzó a llover dentro tanto como afuera. La noche se fue llenando con el horrísono alular del viento que soplaba ferozmente y con el estruendo de los destrozos. Avanzando la madrugada, bajo lo más intenso del huracán, los refugiados en la estación y en el Telégrafo contemplaron horrorizados el devastador incendio que redujera a cenizas “El Brazo Fuerte”, el tostadero de café de Morón y Cía, situado al otro lado de la calle, en la esquina de Martí y Calixto García.
Con la llegada de los primeros albores del día, la intensidad del vientopareció amainar: era el paso del vórticeque según se pudo determinar más tarde, cruzó por la bahía de la Isabela, entre le poblado y Cayo Cristo. Después de las 6 de la mañana, el viento fue cediendo definitivamente y el ciclón se fue alejando de Sagua y sus alrededores. Poco a poco comenzamos a asomarnos a la calle y mi padre, angustiado, salió en busca de noticias sobre las familias de sus cuatro hermanos, residentes en la Isabela, a quienes algunos conocidos que acertaron a pasar, informaban haber visto en los trenes de auxilio en la estación o en el Telégrafo.
Y aquella mañana, mientras la lluvia no cesaba de caer como secuela del paso del ciclón, las calles de Sagua obstruídas por doquier por los árboles desarraigados, el tendido telefónico y del fuído eléctrico en el suelo y los montones de escombros causados poe el azote del temporal, se fueron poblando con los rostros angustiados de los isabelinos que buscaban algún refugio, sin noticias sobre la suerte corrida por el marítimo barrio. En nuestra casa hallaron acogida decenas de familiares, amigos y conocidos de mi padre a quienes fue preciso acomodar como se pudo, mientras se intentaba alimentarlos lo mejor posible.
Y surgió en aquella pobre gente, la urgente necesidad de saber que había sucedido en la Isabela, pues eran muchos los rumores, todos desoladores. Finalmente en la mañana del día 2, mi padre y mi tío Juan en unión de otros familiares y amigos, decidieron viajar a la Isabela por carrtera, que a pesar de los obstáculos, era de momento la única vía transitable. Con mil trabajos y tras largas horas de azaroso viaje lograron llegar un poco más allá de las salinas de Reguera y dejando allí el automóvil, continuaron andando. Ya en el pueblo, a partir de las Carboneras, el avance se les hizo aún más penoso, trepando sobre verdaderas montañas de escombros que aparentemente era todo cuanto quedaba de la Isabela. Y así atravesaron el pueblo y llegaron hasta la Punta.
La Isabela había sufrido duramente. Casi todas las casas y almacenes construídos sobre el mar entre la Aduana y el Hotel Miramar habían desaparecido. La enorme goleta “La Rafaela” había destrozado el puente de acceso a la Aduana y reposaba casi en el centro del parque, al otro lado de la Carrilera. La Escuela, el Teatro Capitolio y el Círculo Isabelino, situados frente al parque también habían desaparecido. En los almacenes de azúcar la destrucción era casi total: los pocos que habían quedado en pie habían perdido su techumbre y las contínuas lluvias empapaban despiadadamente el azúcar allí almacenada. La flota pesquera y la de transporte de azúcar había sido virtualmente arrasada por el mar. Un enorme barco de carga de bandera extranjera, al romper sus amarras había ido a encallar en Cayo Levisa, en el centro de la bahía. Y es que el ras de mar que provocara el paso del ciclón había hecho subir el nivel del agua a una altura increíble, como se pudo determinar por las huellas que dejara en su subida.
En el centro de Sagua los daños materiales no fueron tan violentos debido a la mayor solidez de las construcciones y a la contigüidad de las casas que les permitió defenderse mejor del vendaval. En el Parque de la Libertad habían caído a tierra dos de sus esbeltas palmas reales y el enorme mamoncillo del pario del Liceo, arrancado de raíz, reposaba sobre la calle Carmen Ribalta. Los centrales azucareros de la jurisdicción –Resulta, Santa Teresa, Corazón de Jesús, Resolución-habían sufrido cuantiosos daños. El Teatro Principal había quedado sin techo, pero los daños eran más graves entre las construcciones más humildes de Villa Alegre, Coco Solo y el Barrio San Juan. Uno de los edificios más afectados fue la iglesia del Colegio de los Jesuítas, que al perder también su techumbre, redujo a escombros el interior del templo, aunque los altares con sus imágenes se salvaron con escasos daños.
En los días subsiguientes se fue retornando gradualmente a la normalidad y comenzaron a llegar a la Isabela los cadáveres de las víctimas de Cayo Cristo que pudieron ser recuperados. A la mayoría se los llevó el mar para siempre y apenas un puñado logró sobrevivir milagrosamente aquella noche de horror. Años más tarde la comunidad sagüera quizo recordar la tragedia de Cayo Cristo y se erigió sobre la roca desolada una imponente cruz de piedra que recogió los nombres de los treinta y cuatro seres humanos que la muerte se llevó aquella noche de trágica recordación.
A los pocos días del paso del ciclón, cuando ya los isabelinos habían regresado a los que quedaba de sus hogares, una tarde surgió en Sagua un rumor que como reguero de pólvora se extendió por la población: ¡se rompió el dique! Durante horas la población despavorida corrió a buscar refugio en los edificios altos, ante el temor de que las aguas del Undoso, sin el freno del dique que reprimía sus acrecidos impulsos, inundara las calles del pueblo. Por fortuna, aquello no pasó de ser una falsa alarma y aquella noche todos dormimos tranquilos.
Por aquellos días y como consecuencia del paso del ciclón, Sagua y la Isabela recibieron la visita del Presidente Carlos Manuel de Céspedes que había asumido la máxima magistratura de la nación apenas dos semanas antes, a la caída del régimen de Machado. Estando Céspedes en Sagua se produjo en el Campamento de Columbia el día 4 de Septiembre el golpe de los sargentos que derrocó su gobierno y surgió un hombre, Fulgencio Batista, cuya sombra habría de proyectarse sobre la vida cubana por más de 25 años.
De la violencia e intensidad de aquel huracán quedó constancia en la cinta barométrica del equipo instalado en el Colegio de los Jesuítas que llegó a bajar hasta 711 milímetros. Es de presumir que en la Isabela bajara aún más. Así el ciclón del 33, que también afectó a Caibarién a Cárdenas y toda la costa septentrional de Cuba comprendida entre las ciudades, ha pasado a la historia como uno de los tres temporales de mayor intensidad que afectaron a Cuba hasta aquella fecha.
Por la desolación que dejara a su paso, por los enormes daños materiales que causara, por la irreparable pérdida de vidas que produjo en Cayo Cristo y por haber estado relacionado con un suceso de extraordinaria trascendencia en la historia de Cuba contemporánea, el ciclón de 1933 llena un capítulo triste en la propia historia de Sagua. En un acontecimiento que jamá olvidaremos los que aquella madrugada nos vimos expuestos a la furia de los elementos desenfrenados.
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